mayo 05, 2013

Lo que hicieron Céline, Gorki y otros escritores para sobrevivir



   En los años treinta, durante su paulatina decadencia, Francis Scott Fitzgerald  gustaba de entregar parte de su tiempo al recuerdo de los agitados años veinte. Una época de jazz, champán y hoteles caros cuyos ecos no dejarían de retumbar nunca en las ahogadas meninges del autor de El gran Gatsby.
    En su testamento literario, El Crack-Up, el máximo representante de la generación perdida –lo es por apego artístico a su tiempo– cuenta cómo él mismo inauguró la década de los veinte con A este lado del paraíso y enseguida sus cuentos se convirtieron en los mejor pagados de América, llegando a triplicar la cotización de los trabajados relatos de su camarada Ernest Hemingway. Una vida de excesos, despreocupación y supervivencia primaria que consistía en beber y frecuentar todos los ambientes, reservándose el tiempo imprescindible para producir literatura en serie.
   Fitzgerald tuvo la suerte de desempeñarse en trabajos forzosos, alimenticios, relacionados con su vocación, con lo que mejor sabía hacer; sin embargo, el exégeta de la era del jazz no perdurará por sus relatos, y eso que la mayoría acreditan pericia narrativa y dominio del tempo suficientes como para figurar en cualquier canon contemporáneo, sino por un puñado de novelas redondas escritas en etapas de independencia económica, con el tiempo necesario para atender a las musas.
   En Fitzgerald culminó ilustrativamente el devenir histórico del artista en permanente conflicto entre sobrevivir y crear, entre participar en la economía de la sociedad y, lo que es más importante, realizar en ella una labor que esta apreciase y remunerase, o entregarse con valentía a la consecución de la inmortalidad. Aunque apocalípticos de diferente grado se rasgan hoy las vestiduras con la pobre consideración social contemporánea del artista, lo cierto es que hablamos de un problema antiguo que ya preocupaba a los clásicos. En el siglo I d. C. tenemos el que quizás sea el primer testimonio que alude a la peligrosa decadencia que acecha a las obras nacidas de la necesidad. En este caso es Plinio el viejo el que en su monumentalNaturalis historae llega a decir, en relación con la pintura: “Lo cierto es que la pintura de retratos, por la que se transmiten a la posteridad representaciones extraordinariamente fieles al original, ha caído totalmente en desuso (…) Así, al conservarse la efigie del individuo, no perduran sus propios rasgos sino los de su dinero. Y así sucede, de hecho: la desidia ha destruido el arte”. 
    Es decir, adinerados y poderosos que encargaban obras de una determinada manera, aprisionando el ingenio del creador. Desde entonces no ha habido época en que el artista no haya estado sometido al dictado del que paga. Durante la Edad Media esta circunstancia alcanzó un glorioso apogeo y el mecenazgo de la Iglesia propició el oscurecimiento del propio creador, un creador que entonces estuvo al servicio de obras colectivas, más propias de la artesanía, para un arte profundamente religioso que, relegando el canon clásico de belleza, antepuso la transmisión de los valores de la fe a la propia creación artística. Se trata, tal y como razona Javier Gomá en Ganarse la vida en el arte, la literatura y la música (Galaxia Gutenberg), de un paréntesis histórico en que el artista hubo de transigir, sacrificando para ello su inmortalidad. Sería algo así como decir: si quieres vivir del arte, no te llames a ti mismo artista.
  Salvo excepciones como la de los nazarenos alemanes o los prerrafaelitas británicos, que sí ensayaron, aunque con poco éxito, el modo medieval de creación colectiva, la historia nos muestra al creador como un ser individualista, inseguro y en permanente zozobra a fin de conjugar su pasión con una vida digna, un ser cuya supervivencia en una sociedad regida por el dinero se antoja de una dificultad a menudo insoportable. Incluso en el Renacimiento, con su conquista del prestigio social, solo los más virtuosos pudieron sobrevivir holgadamente con su arte, aunque no sin pagar ciertos peajes. Recuérdese si no la triste tarea de Il Braghettone, condenado a tapar las vergüenzas desnudas de la Capilla Sixtina por indicación del Concilio de Trento.
  De un modo paralelo, cronistas, periodistas, novelistas o poetas han tenido a lo largo de los siglos que, o bien plegarse a acuerdos de mínimos o bien tomar la determinación de vivir al margen de las letras, abonando con dinero su futuro literario. Frente a aquellos que, pudiendo considerarse afortunados, arriesgaron la calidad de sus obras al prosaico objeto de poner un plato caliente en la mesa, no pocos artistas hubieron de malgastar su tiempo en trabajos alienantes, menestrales, algunos de ellos hasta el final de sus días.

   Ni los más grandes se libraron. Ya en nuestro siglo, Faulkner, antes de convertirse en indiscutido premio Nobel, tomó un camino paralelo pero alejado del proceder fitzgeraldiano: él se ganó el respeto de la crítica y, gracias a ello, sedujo a los lectores. El autor de El ruido y la furia muestra en su correspondencia una obsesión enfermiza con el dinero, a lo que subordina todo lo demás, incluidos, claro, sus libros. No se preocupa de escribir buenos cuentos, sino de que se los compren. Que pariese obras maestras en semejantes condiciones daría para un estudio aparte. Antes había trabajado en la universidad, como guardarropa en un teatro y de cartero, oficio este último del que lo echarían por abrir y leer cada carta que llegaba. Cargando y descargando una caldera de carbón escribió Mientras agonizo, y aquello debió parecerle suficiente, pues con su primer adelanto se compró un viejo caserón y se encerró a escribir trece horas diarias.
  Caso semejante al de Máxim Gorki, quien después de dedicarse al robo de leña de un modo profesional, ser dependiente en una zapatería femenina –recibía con elegancia a las señoras y luego, frente a su jefe, las despedazaba con todo tipo de comentarios obscenos y agresivos-, acabó de pinche de cocina en el Volga. Tenía 12 años y poco después leería entre lágrimas Taras Bulba, deGogol, decidiendo inmediatamente que sería escritor. En los numerosos textos autobiográficos que nos dejó Gorki vemos que, ya entonces, al autor de La madre solo le interesaba la lectura, obstinación que le valdría el despido de no pocos empleos y un destino forzoso y necesario en la literatura. Del mismo modo, a Paul Claudel la experiencia vital le sirvió de inspiración literaria. Su vida discurrió durante un tiempo de acuerdo a las convenciones de su tiempo. Siendo joven fue cónsul en China y allí tuvo un hijo con la bella y malmaridada Rosalie, que luego abandonaría a Claudel y a su esposo por un hombre más joven y rico. El escritor que vio la luz divina en Notre Dame acabó, como en aquella canción de Sabina, amistándose con el marido de su amada y emprendiendo junto a él una huida enloquecida para recuperar al hijo nacido del adulterio, empresa que, como era de esperar, no funcionó. Luego rompió a escribir y él mismo lo achacaría a aquella aventura insensata: “Los procedimientos de introspección recomendados por los griegos (“conócete a ti mismo”) son falsos. Son los golpes de la vida los que producen en nosotros cosas inesperadas”.

  A la misma estirpe, a la de aquellos que lograron beneficiarse literariamente de sus penosas existencias, pertenece uno de los mayores escritores del pasado siglo: Louis-Ferdinand Céline, que antes de firmar su primera obra maestra, se cansó de dar tumbos por el agitado mundo que medió entre la primera y la segunda guerra mundial. Se fue a Nigeria, al mando de una compañía forestal, y en aquel lugar “nauseabundo, antesala del infierno”, pasó varios años antes de su regreso a París. En la capital francesa se graduó en obstreticia y volvió a echarse al mundo, con un contrato de tres años bajo el brazo por el cual tenía que concienciar a los desfavorecidos de la importancia de la higiene. Viajó por Europa, África y América pontificando sobre cosas como la desratización, los desagües colectores o los mataderos modelo. Al fin llegó a Nueva York, una ciudad “tan insensata como la guerra”, y después a la Casa Blanca, donde fue recibido junto a su equipo por el presidente. En Italia almorzó junto al Duce y, cansado ya de vagar, volvió a Francia e instaló en su casa de Clichy una placa que decía: “Doctor Louis Des Touches, medicina general, enfermedades infantiles”. Entre paciente y paciente, alcohólicos, enfermos terminales y lisiados de guerra, comenzó a escribir una literatura oscura y descarnada. “Estoy elaborando un gran fresco; puro populismo lírico; comunismo sin alma”, le escribirá a un editor sobre el germen de su Viaje al fin de la noche.
   En fin, los casos son numerosísimos y algunos los cuenta Daria Galateria en el interesante tomo de Impedimenta Trabajos forzados: los otros oficios de los escritores. Para que vayan abriendo boca, aquí les dejo unos ejemplos: Jack London fue cazador ballenas en el Ártico; Blaise Cendrars, actor y compañero de piso de Charlot;Dashiell Hammett, investigador privado; Raymond Chandler, contable de una petrolera; George Orwell, friegaplatos; Charles Bukowski, cartero –y dipsómano–; Colette, vendedora de bisutería;Boris Vian, trompetista; Paul Morand, diplomático afincado en Suiza; André Malraux, ministro; Franz Kafka, agente de seguros;Carlo Emilio Gadda, trabajador de la RAI; Jean Giono, empleado de banca; Jacques Prévert, dependiente de unos grandes almacenes; Ottiero Ottieri, experto en personal en una empresa;Thomas Stearns Eliot, banquero y editor; Italo Svevo, industrial por prescripción familiar; Lawrence de Arabia, soldado de fortuna y agitador; Antoine de Saint Exupéry, aviador; y Bruce Chatwin, subastador de Sotheby´s.
  Como ven, los hay que tuvieron más suerte trabajando que escribiendo, si bien todos guardan un triste rasgo en común: al menos durante un tiempo, les resultó imposible vivir de su vocación.

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