En los años treinta, durante su
paulatina decadencia, Francis Scott Fitzgerald
gustaba de entregar parte de su tiempo al recuerdo de los agitados años veinte.
Una época de jazz, champán y hoteles caros cuyos ecos no dejarían de retumbar
nunca en las ahogadas meninges del autor de El gran Gatsby.
En su testamento literario, El
Crack-Up, el máximo representante de la generación perdida –lo es
por apego artístico a su tiempo– cuenta cómo él mismo inauguró la década de los
veinte con A este lado del paraíso y enseguida sus cuentos se
convirtieron en los mejor pagados de América, llegando a triplicar la
cotización de los trabajados relatos de su camarada Ernest
Hemingway. Una vida de excesos, despreocupación y supervivencia
primaria que consistía en beber y frecuentar todos los ambientes, reservándose
el tiempo imprescindible para producir literatura en serie.
Fitzgerald tuvo la suerte de desempeñarse en
trabajos forzosos, alimenticios, relacionados con su vocación, con lo que mejor
sabía hacer; sin embargo, el exégeta de la era del jazz no perdurará por sus
relatos, y eso que la mayoría acreditan pericia narrativa y dominio del tempo
suficientes como para figurar en cualquier canon contemporáneo, sino por un
puñado de novelas redondas escritas en etapas de independencia económica, con
el tiempo necesario para atender a las musas.
En Fitzgerald culminó
ilustrativamente el devenir histórico del artista en permanente conflicto entre
sobrevivir y crear, entre participar en la economía de la sociedad y, lo que es
más importante, realizar en ella una labor que esta apreciase y remunerase, o
entregarse con valentía a la consecución de la inmortalidad. Aunque
apocalípticos de diferente grado se rasgan hoy las vestiduras con la pobre
consideración social contemporánea del artista, lo cierto es que hablamos de un
problema antiguo que ya preocupaba a los clásicos. En el siglo I d. C. tenemos
el que quizás sea el primer testimonio que alude a la peligrosa decadencia que
acecha a las obras nacidas de la necesidad. En este caso es Plinio
el viejo el que
en su monumentalNaturalis
historae llega a
decir, en relación con la pintura: “Lo cierto es que la pintura de retratos,
por la que se transmiten a la posteridad representaciones extraordinariamente
fieles al original, ha caído totalmente en desuso (…) Así, al conservarse la
efigie del individuo, no perduran sus propios rasgos sino los de su dinero. Y
así sucede, de hecho: la desidia ha destruido el arte”.
Es decir, adinerados y poderosos que
encargaban obras de una determinada manera, aprisionando el ingenio del
creador. Desde entonces no ha habido época en que el artista no haya estado
sometido al dictado del que paga. Durante la Edad Media esta circunstancia
alcanzó un glorioso apogeo y el mecenazgo de la Iglesia propició el oscurecimiento
del propio creador, un creador que entonces estuvo al servicio de obras
colectivas, más propias de la artesanía, para un arte profundamente religioso
que, relegando el canon clásico de belleza, antepuso la transmisión de los
valores de la fe a la propia creación artística. Se trata, tal y como razona
Javier Gomá en Ganarse la vida en el arte, la
literatura y la música (Galaxia
Gutenberg), de un paréntesis histórico en que el artista hubo de transigir,
sacrificando para ello su inmortalidad. Sería algo así como decir: si quieres
vivir del arte, no te llames a ti mismo artista.
Salvo excepciones como la de los
nazarenos alemanes o los prerrafaelitas británicos, que sí ensayaron, aunque
con poco éxito, el modo medieval de creación colectiva, la historia nos muestra
al creador como un ser individualista, inseguro y en permanente zozobra a fin
de conjugar su pasión con una vida digna, un ser cuya supervivencia en una
sociedad regida por el dinero se antoja de una dificultad a menudo
insoportable. Incluso en el Renacimiento, con su conquista del prestigio
social, solo los más virtuosos pudieron sobrevivir holgadamente con su arte,
aunque no sin pagar ciertos peajes. Recuérdese si no la triste tarea de Il
Braghettone, condenado a tapar las vergüenzas desnudas de la Capilla Sixtina
por indicación del Concilio de Trento.
De
un modo paralelo, cronistas, periodistas, novelistas o poetas han tenido a lo
largo de los siglos que, o bien plegarse a acuerdos de mínimos o bien tomar la
determinación de vivir al margen de las letras, abonando con dinero su futuro
literario. Frente a aquellos que, pudiendo considerarse afortunados,
arriesgaron la calidad de sus obras al prosaico objeto de poner un plato
caliente en la mesa, no pocos artistas hubieron de malgastar su tiempo en
trabajos alienantes, menestrales, algunos de ellos hasta el final de sus días.
Ni los más grandes se libraron.
Ya en nuestro siglo, Faulkner, antes de convertirse en
indiscutido premio Nobel, tomó un camino paralelo pero alejado del proceder
fitzgeraldiano: él se ganó el respeto de la crítica y, gracias a ello, sedujo a
los lectores. El autor de El ruido y la furia muestra en su correspondencia una
obsesión enfermiza con el dinero, a lo que subordina todo lo demás, incluidos,
claro, sus libros. No se preocupa de escribir buenos cuentos, sino de que se
los compren. Que pariese obras maestras en semejantes condiciones daría para un
estudio aparte. Antes había trabajado en la universidad, como guardarropa en un
teatro y de cartero, oficio este último del que lo echarían por abrir y leer
cada carta que llegaba. Cargando y descargando una caldera de carbón escribió Mientras
agonizo, y aquello debió parecerle suficiente, pues con su primer
adelanto se compró un viejo caserón y se encerró a escribir trece horas
diarias.
Caso semejante al de Máxim
Gorki, quien después de dedicarse al robo de leña de un modo
profesional, ser dependiente en una zapatería femenina –recibía con elegancia a
las señoras y luego, frente a su jefe, las despedazaba con todo tipo de
comentarios obscenos y agresivos-, acabó de pinche de cocina en el Volga. Tenía
12 años y poco después leería entre lágrimas Taras Bulba, deGogol, decidiendo
inmediatamente que sería escritor. En los numerosos textos autobiográficos que
nos dejó Gorki vemos que, ya entonces, al autor de La
madre solo le
interesaba la lectura, obstinación que le valdría el despido de no pocos
empleos y un destino forzoso y necesario en la literatura. Del mismo modo, a Paul
Claudel la
experiencia vital le sirvió de inspiración literaria. Su vida discurrió durante
un tiempo de acuerdo a las convenciones de su tiempo. Siendo joven fue cónsul
en China y allí tuvo un hijo con la bella y malmaridada Rosalie, que luego
abandonaría a Claudel y a su esposo por un hombre más joven y rico. El escritor
que vio la luz divina en Notre Dame acabó, como en aquella canción de Sabina,
amistándose con el marido de su amada y emprendiendo junto a él una huida
enloquecida para recuperar al hijo nacido del adulterio, empresa que, como era
de esperar, no funcionó. Luego rompió a escribir y él mismo lo achacaría a
aquella aventura insensata: “Los procedimientos de introspección recomendados
por los griegos (“conócete a ti mismo”) son falsos. Son los golpes de la vida
los que producen en nosotros cosas inesperadas”.
A la misma estirpe, a la de
aquellos que lograron beneficiarse literariamente de sus penosas existencias,
pertenece uno de los mayores escritores del pasado siglo: Louis-Ferdinand Céline, que antes de firmar su primera
obra maestra, se cansó de dar tumbos por el agitado mundo que medió entre la
primera y la segunda guerra mundial. Se fue a Nigeria, al mando de una compañía
forestal, y en aquel lugar “nauseabundo, antesala del infierno”, pasó varios
años antes de su regreso a París. En la capital francesa se graduó en
obstreticia y volvió a echarse al mundo, con un contrato de tres años bajo el
brazo por el cual tenía que concienciar a los desfavorecidos de la importancia
de la higiene. Viajó por Europa, África y América pontificando sobre cosas como
la desratización, los desagües colectores o los mataderos modelo. Al fin llegó
a Nueva York, una ciudad “tan insensata como la guerra”, y después a la Casa Blanca,
donde fue recibido junto a su equipo por el presidente. En Italia almorzó junto
al Duce y, cansado ya de vagar, volvió a Francia e instaló en su casa de Clichy
una placa que decía: “Doctor Louis Des Touches, medicina general, enfermedades
infantiles”. Entre paciente y paciente, alcohólicos, enfermos terminales y
lisiados de guerra, comenzó a escribir una literatura oscura y descarnada.
“Estoy elaborando un gran fresco; puro populismo lírico; comunismo sin alma”,
le escribirá a un editor sobre el germen de su Viaje
al fin de la noche.
En fin, los casos son numerosísimos y algunos
los cuenta Daria Galateria en el interesante tomo de Impedimenta Trabajos
forzados: los otros oficios de los escritores. Para que vayan
abriendo boca, aquí les dejo unos ejemplos: Jack London fue cazador ballenas en el Ártico; Blaise
Cendrars, actor y compañero de piso de Charlot;Dashiell Hammett,
investigador privado; Raymond Chandler,
contable de una petrolera; George Orwell,
friegaplatos; Charles Bukowski,
cartero –y dipsómano–; Colette, vendedora de
bisutería;Boris Vian,
trompetista; Paul Morand,
diplomático afincado en Suiza; André Malraux,
ministro; Franz Kafka, agente de
seguros;Carlo Emilio
Gadda, trabajador de la RAI; Jean Giono, empleado
de banca; Jacques Prévert,
dependiente de unos grandes almacenes; Ottiero Ottieri,
experto en personal en una empresa;Thomas
Stearns Eliot, banquero y editor; Italo
Svevo, industrial por prescripción familiar; Lawrence
de Arabia, soldado de fortuna y agitador; Antoine
de Saint Exupéry, aviador; y Bruce Chatwin,
subastador de Sotheby´s.
Como ven, los hay que tuvieron más suerte
trabajando que escribiendo, si bien todos guardan un triste rasgo en común: al
menos durante un tiempo, les resultó imposible vivir de su vocación.
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